This student, currently enrolled in the third level of ESO, has been the recipient of the first prize of the Short Story Contest held at the IES La Marina (Santa Cruz de Bezana, Spain). All submitted short stories dealt with the topic of books, since this contest was celebrated in the spirit of the Plan Lector and the Comenius Project, two important projects on reading in which IES La Marina is involved. Marta García has won this prestigious award with the short story entitled “El pequeño soñador”. The jury selected her short story for being a distinguished example of originality and good style.
Carolina Cabrero, participating with “Sin título”, has been selected by the jury as the finalist.
Below are the winning stories:
"El pequeño soñador", Marta García
Rodrigo se había quedado profundamente dormido. Estaba en su habitación, sentado en una silla de mimbre, con un lado de la cara pegado a la ventana y la boca abierta. Una neblina fría se pegaba a los cristales y flotaba sobre aquella yerma calle. Solo se oía un débil susurro del viento rozar con el cristal. El fulgor bermejo de las farolas hacía destellar una mancha de vaho que su aliento impregnaba en la ventana.
Había diversos objetos y bastante suciedad desparramados por el suelo. Libros con títulos dorados escritos sobre una cubierta de cuero, amontonados unos sobre otros sin ningún orden, papeles arrugados con manchones de tinta y escritos con una letra desordenada. Había también prendas de ropa del revés al borde de la cama, encima de la verde alfombra que se asemejaba al césped recién cortado, colgando de los apliques de las paredes, cayéndose del armario…
El chico sostenía sobre su mano lánguida y flácida un impreso a punto de caer con un título que rezaba: ``Trabajo sobre literatura moderna y antigua´´. Debajo de éste había un texto:
Se han de resumir tres novelas, dos clásicas y una moderna a escoger. Se mostrará la opinión del lector debajo de ellas. También se exigen las descripciones físicas y emocionales de los personajes.
A continuación se realizará una comparación entre los relatos antiguos y los modernos, exponiendo sus diferencias y sus similitudes respecto al lenguaje, al argumento y a los personajes. Además habrá que localizar recursos estilísticos en cada novela y explicar lo que pretende su autor utilizándoles.
El trabajo debe entregarse el 15 de marzo en el departamento de lengua castellana.
Él era delgado, su cuerpo enclenque se escondía tras unas ropas anchas y largas. La luz se reflejaba en sus cabellos color rojizo, sus mechones le tapaban la frente. Tenía unos rasgos finos propios de un niño en el que el tiempo todavía no había dejado aún su rastro.
Rodrigo gruñó inconscientemente y la cara le resbaló unos centímetros más por el cristal, pero no se despertó.
Adentrémonos en sus sueños, esos caprichosos fantásticos.
— ¡A prisa, dame el escudo, Sancho! —exclamó una voz emocionada y anhelante.
¿De dónde venía esa voz? ¿Me hablaba a mí? Miré hacia mi izquierda y vi a un hombre enjuto de cara arrugada sentado sobre su caballo fatigado. Llevaba una armadura que deslumbraba con los destellos del sol y una lanza en la mano derecha. Reposado sobre su cabeza descansaba un casco. Le brillaban los ojos y le temblaban el bigote y los labios. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué se dirigía a mí? Fue entonces cuando me percaté de que estaba a lomos de un asno. Me miré la rechoncha palma de la mano asombrado. Sobre la otra mano sostenía un pesado escudo de bronce. Llevaba unas sucias telas grises hechas girones a modo de camisa, un saco de patatas (o al menos lo parecía) en los pantalones y un sombrero de paja sobre la cabeza. Entonces, ¿yo era Sancho? Si yo era quien era, aquel hombre debía ser… ¡Don Quijote! El mismo del que tantas veces me habían hablado en clase de literatura, aquel devorador de libros y falto de cordura donde los haya, aquel solemne caballero andante del que todos conocían sus andanzas, aquel soñador sin límites de…
— ¿Oíste bien Sancho? —la voz de Don Quijote interrumpió mis pensamientos.
Hice lo que me pedía y le pasé el pesado escudo, era increíble que un hombre tan delgado como él pudiera sostener aquel trozo de metal tan pesado.
—Mira al frente, amigo, y dime si tu ves lo que yo veo— me dijo casi llorando de emoción.
Puse la vista en el horizonte, un sol apabullante resplandecía en las alturas. Los llanos campos de La Mancha pintaban el horizonte, el trigo brillante, cual acuarela de un gran pintor, se mecía con el viento. Y al fondo unos enormes molinos giraban sus aspas. Conocía aquel capítulo del libro, era, a mi parecer, el mejor que Cervantes había escrito.
— ¿Qué es lo que veis, señor? —le dije adaptándome al lenguaje propio y a la trama del libro.
—Míralos, ahí están, firmemente plantados, dispuestos para entrar en batalla. Son unos treinta vigorosos y fieros gigantes. Contra todos ellos me dispongo a luchar pues son muy malas gentes, que tienen secuestradas a damas y princesas. Cuando los venza, sus riquezas se convertirán en nuestras.
No daba crédito a aquello, estaba metido en el libro de Cervantes y hablando con Don quijote. Había leído el relato para hacer el trabajo de literatura. Sabía lo que debía decir en cada momento. Aquello era impagable.
— ¿A aquellos que tenemos en frente vos les llamáis gigantes? —exclamé escandalizado con mis dotes de buen actor—. ¡Señor, no son gigantes! Son molinos de viento, y eso que creéis brazos son solo aspas.
— ¡Ahora me libre Dios del diablo! ¿Molinos dices, insensato? ¿Aspas llamas a esos enormes brazos, mostrenco? ¿Cómo puedes confundir gigantes con molinos si no estás dormido? —dijo incrédulo como si el loco fuera yo —. Un adefesio es lo que sois. Bien se nota que no sabes mucho de esto de las aventuras. Y si tienes miedo abstente, yo me enfrentaré a ellos aunque sea una batalla intrincada y fiera —exclamó mirándome con los ojos tan rojos como escarlatas.
Luego espoleó al pobre Rocinante y se lanzó al galope hacia aquellos molinos que él creía gigantes.
— ¡No huyáis cobardes criaturas! — vociferaba— ¡Vergüenza habría de daros huir de un caballero solo!- decía viendo en su mente cómo unos gigantes corrían como una presa de su depredador.
Me tapé los ojos intentando parecer horrorizado, pero en realidad no podía aguantar las carcajadas. ¡Qué inventiva tenía aquel hombre!
— ¡No son gigantes! —grité entre risas mal disimuladas.
Efectivamente, razón tenía yo, y así está escrito. Al primer ataque, con la lanza en una mano y el escudo en la otra, caballo y caballero, salieron por el aire para ir a parar de nuevo al suelo. Qué cruel es la gravedad, pues cayeron como títeres a los que de pronto hubieran cortado los hilos. Corrí entre carcajadas a socorrerle.
—Señor, ya os lo advertí, que eran molinos, no gigantes.
Él, dolorido y magullado respondió entre gemidos:
—No lo creas fiel escudero, gigantes eran. Pero has de saber que hay un mago muy enemigo mío, que ha convertido los gigantes en molinos para que yo no pueda vencerlos. Y no te has de extrañar si cosas como estas ocurren en nuestras andanzas.
Le miré con ternura, como quien mira a un niño que se ha hecho daño jugando. Entonces, las imágenes comenzaron a dar vueltas y todo se volvió negro. Ya no estaba mirando a aquel pobre señor, yo ya no era Sancho. La historia ya no era la misma.
Oí un fuerte pitido y mis piernas comenzaron a andar. Me adentraba en un desfiladero de setos altísimos y frondosos que arrojaban sombras negras sobre el embarrado camino. Según me adentraba se iba apagando el bramido de la multitud que debía de haber tras de mí. Seguí andando con la respiración entrecortada, sin saber qué era todo aquello y por qué ya no estaba con Don Quijote. Tenía miedo. Alcé las manos y vi que sostenía sobre la derecha un trozo de madera tallado y puntiagudo, una varita. Entonces creí saber quién era y dónde estaba. Me llevé las manos a los ojos, tenía puestas unas gafas de lentes redondas. Vestía una túnica con un escudo dorado sobre mi pecho. Efectivamente, yo estaba en el cuerpo de Harry Potter, y si no me equivocaba... me encontraba en el cuarto libro, ``Harry Potter y el cáliz de fuego´´. Estaba en el Torneo de Los Tres Magos, es una prueba legendaria en la que participan los mejores de cada colegio de magia. Era la última prueba que consistía en encontrar una copa de color celeste en un gigantesco laberinto, repleto de misteriosas adversidades, antes que otros tres aspirantes que lo recorrían también llegasen a su destino, si es que lo hacían.
— ¡Lumos! —exclamé, y mi varita comenzó a despedir un halo de luz cálida que me dio seguridad.
El camino por el que iba parecía completamente desierto. Yo miraba atrás a cada rato, tenía la intuición de que alguien me observaba y no podía despejar la sensación de un ataque inminente.
— ¡Oriéntame! —grité, y la varita señaló hacia mi derecha, a pleno seto.
Eso era el norte. Estaba temblando, a medida que pasaba el tiempo el cielo se oscurecía cada vez más. No sabía por qué, pero aquella ausencia de problemas era desconcertante. Cogí una bifurcación hacia la derecha, todo se volvió frío. Un espectro de más de tres metros de altura avanzaba hacia mí. Llevaba el rostro tapado con una capucha y sus manos putrefactas y llenas de pústulas extendidas hacia mí. Llegaban los problemas. Su húmeda frialdad empezaba a absorberme el alma, despegándose de mi cuerpo que quedaba huérfano y sin gobierno. Sabía lo que debía hacer. Apreté los dientes.
— ¡Expecto patronum! —grité con todas mis fuerzas, al final iba a resultar que era un hacha en esto de la magia.
Un ciervo de plata salió del extremo de mi varita y fue galopando hacia el espectro. Se oyó un golpe y aquel ser estalló en una siniestra voluta de humo. Suspiré aliviado. Seguí caminando con nerviosismo. Llevaba unos minutos corriendo por el nuevo camino cuando oí algo en la calle paralela que me hizo detenerme en seco.
— ¿Qué vas a hacer? — gritaba la voz de Cedric, otro competidor del colegio—¿Qué demonios pretendes hacer?
— ¡Crucio! — se oyó la ruda voz de Krum, el aspirante búlgaro.
El aire se lleno de los gritos desgarradores de Cédric. Aquel conjuro era una Maldición Imperdonable, causaba un tremendo dolor al que la recibía, su uso se condenaba con el ingreso del agresor en la cárcel. Abrí un agujero en el seto con un hechizo apresuradamente, y me metí por él no sin esfuerzo con las ramas rompiéndome la ropa. Vi a Cédric que se encontraba en el suelo retorciéndose y jadeando de dolor, y a Krum de pie a su lado apuntándole con la varita y con una escalofriante expresión de complacencia y deleite.
— ¡Desmaius! —chillé, pues aquel conjuro siempre le había ido bien a Harry en sus aventuras.
Se volvió y me dirigió una mirada de desconcierto antes de caer de bruces con un estruendo.
Krum era un chico de complexión fuerte, el pelo rapado y una ligera barba descuidada. Corrí hacia Cédric que había dejado de retorcerse y me miraba con los ojos brillantes, le había salvado la vida.
— ¿Estás bien? —le pregunté cogiéndolo del brazo y jadeando.
—Sí —dijo él sin aliento—. Vino por detrás y me atacó. Creía que era un buen tipo. Gracias Harry.
—Bueno, supongo que es mejor seguir…
Fue un instante extraño, nos miramos. Por un momento él y yo habíamos sido camaradas contra Krum. Pero ahora volvíamos a la realidad de nuestras circunstancias, la rivalidad. Pronto dejaron de oírse sus pasos. Seguí hacia delante orgulloso.
Corre, salta, vuela, me decía mi cerebro ansioso de victoria. Corría lo más rápido que podía con la luz de la varita en mi mano. Me sentía como un héroe, pero no recordaba si en esta parte del libro yo debía ganar o no. Ya tenía que estar cerca. Llegué a una bifurcación de caminos y tomé la izquierda. Una luz azulada destellaba al final del largo camino. La copa descansaba majestuosa y señorial sobre un pedestal dorado. Aquello era mi victoria, si la alcanzaba se recordaría a Harry Potter como uno de los más grandes y poderosos magos de la historia. Corrí hacia ella todo lo rápido que pude trastabillándome. Unos cuantos metros y la gloria y el honor serían mis servidoras. Entonces una figura veloz apareció justo delante de mí corriendo como si toda su existencia se resumiera en aquella copa. Era Cédric, había llegado por otro camino que desembocaba en este sendero de la victoria. Corríamos con el rostro envenenado de codicia y egoísmo. Sabía que nunca le alcanzaría corriendo, me llevaba unos metros y tenía las piernas más largas que yo. Pero cayó, y le recorté unos metros. Se levantó veloz. Íbamos igualados y comenzamos a empujarnos y a desgarrarnos la ropa con el objeto de ganar algo de distancia. Él llegó antes a la copa, pero sorprendentemente paró en seco. Llegué un segundo más tarde y le mire incrédulo.
—Tócala Harry —dijo para mi sorpresa.
—Has llegado antes que yo, eres el ganador. Es justo —le dije apesadumbrado.
—Hazlo tú, me has salvado la vida, te debo la mía —dijo resignado.
—Toquémosla a la vez —propuse— .Empataremos, será la victoria de ambos —Cédric no daba crédito.
—Entonces adelante, juntos. A la de tres.
Contamos hasta tres y nuestros dedos rozaron la copa tan codiciada y caprichosa. Los colores se arremolinaban en mi mente y sentí que mi cuerpo se despegaba de aquel lugar, para viajar a otra nueva fantasía. Abandoné el laberinto con orgullo, había sido aquel increíble mago de poderes extraordinarios que siempre quise ser y que tantos buenos momentos me había dado leyendo sus libros, haciendo mías sus aventuras, y porteándome a escenas fantásticas de tramas maravillosas.
De pronto volví a ver imágenes. Pero otras muy diferentes a las anteriores. Había un sepulcro teñido de gris frente a mí, en el que yacía una bella doncella salida de un cuento de hadas con el semblante inexpresivo. La mujer tenía la piel de un blanco marmóreo, el cuello esbelto y frágil, y unas líneas del rostro finas y delicadas. Nada puso la naturaleza en ella que no fuera perfecto. Aquella era la reina de la hermosura y la enajenación, todo caballero se rendiría a su merced.
Sabía dónde estaba. Aquello era la escuela literaria del amor por excelencia, el clásico entre los clásicos, cómo no, Romeo y Julieta. Esta era la parte final, en la que Romeo por una confusión, cree muerta a Julieta y se suicida. Al despertar Julieta y ver que Romeo ha muerto a sus pies, se clava el puñal de su amado en el corazón y muere junto a él.
Debía actuar como si de una obra teatral se tratase, usando un lenguaje sublime y expresivo. Me incliné sobre su cuerpo supuestamente inerte y acaricié su piel y sus sedosos cabellos. Besé sus labios tiernos y repletos de aventuras y pasiones para su Romeo. El amor por Julieta parecía una irremediable enfermedad que había contraído al encarnar el cuerpo de Romeo, como si los dos hubieran nacido con el único propósito de adorarse mutuamente. Tras cerciorarme de la fatalidad de las circunstancias, tomé todo el veneno que había en la copa que yo mismo sostenía, conduciéndome paulatinamente al fallecimiento.
Derramé las lágrimas propias no de otra breva que de un amor de afecto ilimitado. Y dirigí la voz hacia el cielo, implorante y con el alma deshecha, cayéndome las lágrimas por el rostro, como si la pérdida hubiera sido mía y no del personaje en el que se guarecía mi espíritu en ese momento.
— ¡Oh Julieta! Mujer de la que no era el mundo digno,¿Cuál más soñada muerte que la padecida a tu lado? ¿Cuál más glorioso sepulcro que tu propia tumba? ¿Cuál más honorable epitafio atesorado en la memoria que despojarnos de la vida juntos en un desolador sacrificio?
Comenzaba a perder el sentido, eran mis últimos instantes de vida y cuando se agotasen mi alma viajaría con la de Julieta allá donde se hallase. Me puse de rodillas recostándome contra los escalones de piedra que sostenían el sepulcro de mi amada, de mi razón de ser.
— ¡Señor Dios, que para nuestra doctrina descendiste del trono divino del Padre! Os pido misericordia por esta alma consternada y abatida, que el lamento convirtió en paupérrima. Pues con tedio conozco que el cuerpo es tierra únicamente.
Tras decir esto, el dolor me invadió y no pude más que afrontar y admitir mi final. Me recosté sobre el sepulcro de Julieta. No podía ya sentir ni respirar. Tras un último impulso de mi corazón, que le dediqué a Julieta, mi cuerpo murió para que mi alma volase libre y fuera junto a la de mi amada. Sin embargo sabía que el final de la historia no terminaba aquí, y que Julieta despertaría encontrándome ya muerto sobre su vientre.
Entonces me desperté entre sollozos, estaba en mi dormitorio. Y fui entonces consciente del poder de los deseos, los temores y la imaginación, que se aúnan concibiendo los sueños. Además, ya tenía casi hecho el trabajo de literatura.
“Sin título”, Carolina Cabrero
“No puede ser tan difícil escribir un libro. Con la cantidad de cosas que pasan en la vida real y la inmensidad de historias que surgen de la imaginación, es sólo cuestión de empujarlas hacia el papel. Se reduce a poner una palabra detrás de otra, multitud de palabras juntas que cuenten algo, algo que puede tener lógica o no, pero tienen que contar algo”.
La Joven se encontró en la calle con un perro que iba caminando con su amo frente a ella.
“¿Qué se puede contar de un perro? Es un perro que acompaña a su amo, tendría más interés un perro vagabundo, que no se puede saber de dónde viene, o dónde se perdió, o quién sería el amo que decidió que ya no quería que le acompañase más por la calle. Un perro vagabundo por lo menos tendría vida propia, decide a dónde quiere ir y se las ingenia solo para sobrevivir. Un perro mascota que se limita a ir a donde va su dueño simplemente puede esperar que las cosas sigan siendo así y si por algún casual pasa a ser un perro vagabundo más tiene que empezar por aprender a serlo. Vaya horror, después de pasar toda una perruna vida siguiendo los pasos del amo. ¿Y el amo?”
El amo podría ser el dueño de la tienda de calzado que acababa de dejar a su izquierda.
“Si fuese así, quizá tendría sentido que abandonase a su perro dejándole aprender por sí solo a buscarse la vida, pero si fuese, por ejemplo, el dueño de una carnicería no tendría excusa para hacerlo. ¿Dónde se ha visto tan mal amo para un pobre perro capaz de dejarle en la calle aun regentando una carnicería? Eso ya se llamaría mal corazón, y no es ni siquiera productivo. Ya no es cuestión perros mascota obligados a ser perros vagabundo, sino que habría que ver a una persona de tan mala sangre atendiendo a los consumidores que vayan confiados a comprar a su tienda”.
Se dejó la Joven de pensar en perros y en amos, que por ahí no iba a llegar a ninguna conclusión, y centró su atención en el músico que tocaba la guitarra en la calle, mirando hacia ningún lado, mientras la gente que pasaba se limitaba a hacer lo mismo y continuaba su camino como si no hubiese guitarra ni hombre que la tocara.
“Eso es un ejemplo de vida romántica. El músico callejero, al igual que el perro vagabundo, no tiene amo al que seguir, ni para bien ni para mal, y se dedica a sobrevivir como puede con la ayuda de una guitarra. De eso sí que se podrían contar muchas cosas. Por ejemplo, ¿qué pasaría si la guitarra decidiese que ya no quiere que su dueño la toque más? ¿Si se declara en huelga musical y hace que sólo salgan de ella sonidos desafinados? Entonces sí que el músico tendría un problema. Si ya le cuesta llamar la atención de la gente con su guitarra, qué sería de él sin ella. Siempre cabe la posibilidad de que si se diera tal situación, el músico se topase por casualidad con uno de los perros vagabundos que pululan abandonados por las calles. Con ello seguramente no conseguiría ganarse la vida, pero por lo menos ocuparía el vacío que deja la guitarra, y además convertiría al perro vagabundo en un perro mascota”.
De eso sí puedo escribir, pensaba la Joven, de una guitarra en huelga que es reemplazada por un perro vagabundo que ahora tiene que aprender a ser un perro mascota, y del aprendizaje de la guitarra, que ahora tendría que acostumbrarse a ser una guitarra vagabunda. Quizá con un poco de suerte, la guitarra iría a parar a la carnicería del antiguo amo del perro, el de la mala sangre, y con un poco más de suerte le haría cambiar un poco el carácter. Así todos saldrían ganando, el músico y el perro, la guitarra y el carnicero, y de paso, los clientes.
Entre perros, músicos y amos, llegó al escaparate de una librería enorme, con puertas de cristal en las que se leía su nombre en letras de filigrana dorada. No tenía ninguna otra cosa que hacer, así que entró a ojear algún libro.
La librería era aún más grande por dentro de lo que parecía desde fuera y, mirando la estancia desde la puerta, la Joven se sintió de repente abrumada en medio de tanta literatura junta. El aire que se respiraba allí olía a libros e historias. Miles de libros con sus historias, todos ellos organizados en imponentes estanterías de madera antigua, organizadas a su vez en varias filas según su género.
Ante aquella deslumbrante visión, el asombro que provocaban todos aquellos libros que esperaban impávidos reposando en los estantes se mezcló con una nueva oleada de frustración y rabia. Cada anaquel de la librería estaba rebosante de libros, los libros compuestos por multitud de páginas, todas ellas formadas por infinidad de palabras que contaban algo, con lógica o no, pero que contaban algo, y todas las palabras que formaban las páginas que componían los libros que hacían rebosar las estanterías habían salido de la imaginación y destreza de infinidad de autores. No era un pensamiento demasiado alentador el hecho de contemplar tamaña demostración de capacidad creadora y verse aún sin nada que mereciese la pena escribir. De todas formas, siempre la quedaba el consuelo de que quizá alguno de aquellos libros hubiese sido creado por la mano de un autor frustrado que, al encontrarse ante el papel en blanco, hubiese decidido salir en busca de historias y se topara con un perro vagabundo o con una guitarra rebelde.
No sabía muy bien la Joven por dónde empezar a mirar, así que se dirigió hacia la estantería más cercana a observar los libros.
“El título es lo más importante. Al igual que una persona sin nombre, un libro sin título no es nada. O si tiene un mal título, o uno común. ¿Quién va a fijarse en un libro que a simple vista no sugiere nada? A partir de una palabra o una frase, se puede conocer o incluso crear una historia”. Así, la Joven se decidió a leer los títulos y a esperar a que la llegase la inspiración.
“Herencia”, “Ideología de la razón”, “Hombres y nombres”. Estaba en la cuarta fila de estanterías empezando a contar desde la derecha, la que estaba dedicada a albergar libros sobre Historia. Los tres títulos que había leído la resultaron muy evocadores; por sí solos podrían ocuparse de forma individual de contener una historia, pero partiendo de ellos se podría formar un nuevo relato. Tendría bastante lógica decir que la herencia de la razón, daba lugar a una serie de hombres con sus respectivos nombres que basaban sus vidas en el raciocinio. O todo lo contrario, que la herencia de la razón era una lacra que una serie de hombres con sus respectivos nombres trataban de dilapidar. De hecho, ese podría ser el argumento para escribir una novela surrealista, con personajes que ante el estrecho camino de la lógica, preferían ir por las sendas más anchas, que eran las de la locura. Quizá estos serían más inteligentes que los primeros. Si vives una vida erigida sobre los pilares de la razón y la reflexión, todos los puntos a los que llegues serán fruto de la premeditación. Dicho de otra forma, no cabrían sorpresas ni eventualidades y, en el caso de que ocurriesen, habría que buscarlas una razón de ser, de forma que perderían la magia y el romanticismo de ser simplemente casualidades sin causalidad.
Sin embargo, la otra serie de hombres que viven en medio de la locura, aceptan sin mayor contemplación el conjunto de hechos e imprevistos que van conformando una vida, de forma que su propia vida se acaba erigiendo sobre un conjunto de causas que no tienen razón de ser y que ni si quiera esperan.
Y aún así, los autores de los tres libros que la Joven había encontrado –por casualidad- habían preferido hablar por separado de herencias, razón y nombres. En realidad eso no tienen mérito, simplemente se limitaban a escribir una historia que ya había sucedido. ¿De qué sirve escribir la Historia si ya ha sido escrita? Sería mucho más interesante si los tres se hubiesen puesto de acuerdo en hablar sobre el enfrentamiento entre locos y coherentes, y en como unos acusan a los otros de irracionales y los otros a los unos de racionales.
La Joven se dirigió hacia otra estantería, en busca de libros que contasen historias de verdad, es decir, de las imaginadas.
Estaba ojeando los nombres y su mirada se detuvo sólo en uno, “Sin título”.
“¿Qué puede contar un libro sin título? ¿Puede ser de amor? ¿De soledad? ¿De alegrías?”
De entre los miles de libros que la rodeaban por doquier, justo ese era el más sugerente. No decía nada, por lo que a la vez, daba espacio a la imaginación para pensar libremente que podía contarlo todo.
-Realmente el título lo dice todo.
Una voz grave la sacó de sus pensamientos, que trataban de averiguar la identidad de aquella historia, y se giró para ver al hombre alto y robusto que se había colocado a su izquierda sin que ella se diese cuenta.
-¿Lo ha leído usted?
-Yo lo escribí.
La respuesta resonó en su cabeza y funcionó como un salvavidas en medio del oleaje. De repente tenía decenas de preguntas para aquel desconocido. Si había sido capaz de escribir un libro del que sólo conocía el nombre y ya había conseguido atraerla de tal manera a su relato, podría aprender infinidad de ideas de él.
-¿De verdad es usted el autor? Dígame, ¿de qué trata?
-Depende de cómo se mire: sobre nada o sobre todo.
-Eso es imposible, los libros cuentan cosas. ¿Cuál es el argumento?
-No tiene. Simplemente quería escribir y lo hice.
-Si no tiene argumento algo tiene que tener. Por pura l si se escribe algo es porque hay algo que decir.
-Eso es cierto.
-Pues entonces, ¿de qué habla?
-De cosas. Comencé hablando sobre objetos cotidianos, todo lo que se me ocurría decir de ellos, y terminé por relacionarlos con otros conceptos más abstractos. De esa manera, empecé a escribir sobre un simple tintero y acabé por hacerlo sobre las mareas de los océanos, o sobre el pasar de las horas. Al fin y al cabo, todo tiene que ver con todo.
-Eso no es verdad. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, una lata con el sentido en el que giran los planetas?
-Te aseguro que todo está relacionado por el mero hecho de existir. Una simple lata y la complejidad del universo quizá no tengan nada que ver, pero si empiezas a hablar sobre ella y continuas con conceptos a los que ésta te recuerda, acabarás con la cabeza llena de ideas sugeridas por una irrisoria lata que en realidad no hacen referencia a ella pero que guardan una mínima relación, al menos en tu mente, y estoy seguro de que alguna de esas ideas te llevará a pensar sobre el sentido en el que giran los planetas. No se necesita una gran historia para escribir un gran libro, tú lo has dicho, sólo se necesita algo que decir.
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