(On behalf of the Coordinating Sapnish school librarian, Fernando Abascal)
Escenas de lectura
I:
Una biblioteca pública en Nueva York. La luz atraviesa los grandes ventanales, se posa sobre los libros, las mesas, el embarnizado suelo de madera. Afuera, el pasar de los coches, la extraña e incansable circulación del mundo.
Una anciana lee. Permanece sentada con las rodillas muy juntas. Sostiene el libro con firmeza, pero pasa las páginas como si fueran frágiles cristales, con una articulada y oriental lentitud. Acerca los ojos a lo que lee. Yo la miro y su imagen se desvanece.
Leer es irse.
II:
Un monje ciego esparce un veneno mortal entre las páginas de un libro a su vez venenoso: la “Poética” de Aristóteles. Es Umberto Eco el que nos cuenta en “El nombre de la rosa” la doble perversión de ese monje: eliminar un libro potencialmente peligroso y, a la vez, aniquilar a quien lo lee.
Ese monje encarna los poderosos tósigos que controlan la lectura o el saber; vela para que no se transgredan los límites; vigila para que determinados libros, esos que han cambiado y cambian la conciencia del mundo, no nos despierten de nuestro “feliz” y “entrenido” letargo.
Leer y escribir para trans - formar, para con - mover.
III:
Rousseau determinó que la única lectura de su “Emilio” fuera el “Robinson Crusoe” a fin de que el protagonista fuera lo bastante maduro para entregarse, sin riesgos, a la literatura. Descartes, en la primera parte de su “Discurso del Método”, escrita en clave autobiográfica, muestra una gran desconfianza hacia todo lo que se ha aprendido en los libros como “método” o camino de acceso al conocimiento o a la virtud.
En ambos casos, tanto la condena cartesiana de la literatura como la desconfianza que manifiesta Rousseau ante las lecturas peligrosas, nos recuerdan la expulsión platónica de los poetas. En el orden racional que Platón nos describe en su República no caben los poetas, pues tenían un papel privilegiado en la formación de las personas, en el buen orden del alma de los ciudadanos.
Domesticada la literatura por la gigantesca maquinaria cultural, ya no será necesario expulsar al escritor, al poeta; será suficiente con asimilarlo al precio de una servidumbre.
Leamos a los que no sirven.
I:
Una biblioteca pública en Nueva York. La luz atraviesa los grandes ventanales, se posa sobre los libros, las mesas, el embarnizado suelo de madera. Afuera, el pasar de los coches, la extraña e incansable circulación del mundo.
Una anciana lee. Permanece sentada con las rodillas muy juntas. Sostiene el libro con firmeza, pero pasa las páginas como si fueran frágiles cristales, con una articulada y oriental lentitud. Acerca los ojos a lo que lee. Yo la miro y su imagen se desvanece.
Leer es irse.
II:
Un monje ciego esparce un veneno mortal entre las páginas de un libro a su vez venenoso: la “Poética” de Aristóteles. Es Umberto Eco el que nos cuenta en “El nombre de la rosa” la doble perversión de ese monje: eliminar un libro potencialmente peligroso y, a la vez, aniquilar a quien lo lee.
Ese monje encarna los poderosos tósigos que controlan la lectura o el saber; vela para que no se transgredan los límites; vigila para que determinados libros, esos que han cambiado y cambian la conciencia del mundo, no nos despierten de nuestro “feliz” y “entrenido” letargo.
Leer y escribir para trans - formar, para con - mover.
III:
Rousseau determinó que la única lectura de su “Emilio” fuera el “Robinson Crusoe” a fin de que el protagonista fuera lo bastante maduro para entregarse, sin riesgos, a la literatura. Descartes, en la primera parte de su “Discurso del Método”, escrita en clave autobiográfica, muestra una gran desconfianza hacia todo lo que se ha aprendido en los libros como “método” o camino de acceso al conocimiento o a la virtud.
En ambos casos, tanto la condena cartesiana de la literatura como la desconfianza que manifiesta Rousseau ante las lecturas peligrosas, nos recuerdan la expulsión platónica de los poetas. En el orden racional que Platón nos describe en su República no caben los poetas, pues tenían un papel privilegiado en la formación de las personas, en el buen orden del alma de los ciudadanos.
Domesticada la literatura por la gigantesca maquinaria cultural, ya no será necesario expulsar al escritor, al poeta; será suficiente con asimilarlo al precio de una servidumbre.
Leamos a los que no sirven.
IV:
Dice Maurice Blanchot: “...lo que más amenaza la lectura: la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer ser un hombre que sabe leer en general”.
Y es que un buen lector no es arrogante, no se apropia de la lectura, no la reduce a su medida, sino que se embarca en una nave sin destino, dispuesto a oír lo que no sabe, a “ponerse a la escucha” y dejarse atravesar por una invisible lanza; a no permanecer ajeno e impasible; a no ser un mero espectador que persigue un placer intrascendente e instantáneo. Steiner lo dice con maestría: “leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos”.
No leamos como está mandado.
V:
Empaña con su aliento el cristal de la ventanilla. El tren silba al entrar en un túnel y la luz se enciende en el vagón. Estoy sentado frente a ella. Se abre de nuevo el paisaje. La niña dibuja con su minúsculo dedo algo parecido a letras irreconocibles. Afuera llueve. Me fijo en esos rasgos, ahora atravesados por estriadas gotas de lluvia.
Cuando escribo, yo también empaño con mi aliento la página en blanco.
VI:
Nietzsche en el prólogo de “Aurora“ exigía a los que practican el “arte venerable” de la lectura el saber “volverse silenciosos y pausados”. Nuestra época, bulliciosa e hiperactiva, soporta mal el silencio y la lentitud. Nietzsche desconfía de los lectores modernos.
Un caracol lee sobre la hoja de una berza.
VII:
Walter Benjamín reflexiona en su texto “Experiencia y pobreza” sobre la abundancia de estímulos y la penuria de experiencias que caracteriza a nuestro mundo. Tenemos el conocimiento, pero como algo externo a nosotros, como un útil o una mercancía.
Cada vez sabemos más, pero no cambiamos con lo que sabemos.
VIII:
A los 78 años aprendió a leer. Aquel maestro le enseñó lo que ella siempre había querido. Leyó un libro, muy, muy despacio, silabeando cada palabra, deteniéndose en cada punto, en cada coma. Cuando finalizó la lectura, entre satisfecha y triste, se presentó ante el maestro y le dijo: ahora, enséñeme a leer otro libro.
Nunca dejamos de aprender a leer.
Dice Maurice Blanchot: “...lo que más amenaza la lectura: la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer ser un hombre que sabe leer en general”.
Y es que un buen lector no es arrogante, no se apropia de la lectura, no la reduce a su medida, sino que se embarca en una nave sin destino, dispuesto a oír lo que no sabe, a “ponerse a la escucha” y dejarse atravesar por una invisible lanza; a no permanecer ajeno e impasible; a no ser un mero espectador que persigue un placer intrascendente e instantáneo. Steiner lo dice con maestría: “leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos”.
No leamos como está mandado.
V:
Empaña con su aliento el cristal de la ventanilla. El tren silba al entrar en un túnel y la luz se enciende en el vagón. Estoy sentado frente a ella. Se abre de nuevo el paisaje. La niña dibuja con su minúsculo dedo algo parecido a letras irreconocibles. Afuera llueve. Me fijo en esos rasgos, ahora atravesados por estriadas gotas de lluvia.
Cuando escribo, yo también empaño con mi aliento la página en blanco.
VI:
Nietzsche en el prólogo de “Aurora“ exigía a los que practican el “arte venerable” de la lectura el saber “volverse silenciosos y pausados”. Nuestra época, bulliciosa e hiperactiva, soporta mal el silencio y la lentitud. Nietzsche desconfía de los lectores modernos.
Un caracol lee sobre la hoja de una berza.
VII:
Walter Benjamín reflexiona en su texto “Experiencia y pobreza” sobre la abundancia de estímulos y la penuria de experiencias que caracteriza a nuestro mundo. Tenemos el conocimiento, pero como algo externo a nosotros, como un útil o una mercancía.
Cada vez sabemos más, pero no cambiamos con lo que sabemos.
VIII:
A los 78 años aprendió a leer. Aquel maestro le enseñó lo que ella siempre había querido. Leyó un libro, muy, muy despacio, silabeando cada palabra, deteniéndose en cada punto, en cada coma. Cuando finalizó la lectura, entre satisfecha y triste, se presentó ante el maestro y le dijo: ahora, enséñeme a leer otro libro.
Nunca dejamos de aprender a leer.
IX :
Los platos y los vasos en su sitio, el orden final de la cocina. Ella extiende la manta de planchar sobre el fogón, muy cerca del horno aún caliente. Ambos sentados con los pies colgando, había algo de juego en esa postura. Abre la cartilla, hoy toca la “d”. Leo dado, dedo, diente, docena, duna. Tengo cuatro años, casi cinco.
El índice de su mano recorre los renglones. Sigo la curva de su uña, parece el rabillo de una letra, un extraño esmalte que une las palabras. No hay apenas significado, sólo percutida música de las sílabas y el tic-tac del reloj del pasillo que se repite incansable en su caja de madera.
Pasa el tiempo y oscurecen los azulejos. Las letras salen del dedo, de la mano, del brazo, del seno, de los labios de mi madre. Y a mi boca llegan como una lenta succión para hacerse nombre, sola palabra.
De niños leemos con el cuerpo.
X :
Encorvado como si se buscase a sí mismo, una manera de defenderse. Apenas se podía ver el libro que tenía en las manos. A veces emitía una mínima exclamación y luego volvía a leer en el silencio del parque, del agua estancada. En un momento dejó de leer. Creo que me vio. Cerró el libro e hizo un amago de levantarse del banco e irse, pero no, permaneció allí, sentado y encorvado sobre sí mismo, en una posición de espera, con el libro cerrado en las manos, como si temiera que la luz de la tarde velara lo escrito o las palabras escapasen hacia las copas de los árboles. Me pareció que continuaba leyendo aquel libro cerrado cuando me fui.
Leemos lo que ya hemos leído.
XI :
Una mujer joven lee una carta frente a la claridad de una ventana abierta. Vermeer nos muestra la luz que atraviesa el irregular cristal emplomado y se esparce por la habitación en penumbra. La mujer está inmersa en la lectura, tiene los labios separados, como si paladeara lo que lee, como si leyendo se oyese a sí misma.
Hay demasiada separación entre sus grandes ojos y las manos que sostienen con firmeza el arrugado papel. Advertimos en ello el germinar de una pasión que aún no exige cercanía, un cierto refreno, acaso las marchitas razones de la prudencia.
En primer plano, el pintor nos enseña diversas frutas, manzanas y melocotones, en una bandeja inclinada sobre un tapiz, tal vez una simbología de la voluptuosa mordedura del pecado original. A la derecha, una cortina o telón de un verde amarillento y sostenida por una barra transversal nos permite “ver” la escena, mostrar el cuadro. Todo revela atención y sugiere una soledad impuesta, pero a la vez un deseo de abrirse al desorden del mundo: la claridad fugitiva que entra por la ventana; la fruta y el tapiz descuidados; la secreta convulsión de quien a solas lee y tal vez se oye leer.
Llueve en Dresde. A la salida del museo donde se puede ver este bellísimo óleo de Vermeer, otra mujer lee un plano de la ciudad, reduce con sus manos la rebeldía del desplegable y mueve los labios, una manera de confirmar lo leído. En el escaparate de una frutería cercana brillan unas manzanas rojas y los parabrisas de los coches van y vienen de un lado a otro. Más allá, la claridad repentina de un semáforo. Así la vida.Leemos para atravesar las calles del tiempo.
Los platos y los vasos en su sitio, el orden final de la cocina. Ella extiende la manta de planchar sobre el fogón, muy cerca del horno aún caliente. Ambos sentados con los pies colgando, había algo de juego en esa postura. Abre la cartilla, hoy toca la “d”. Leo dado, dedo, diente, docena, duna. Tengo cuatro años, casi cinco.
El índice de su mano recorre los renglones. Sigo la curva de su uña, parece el rabillo de una letra, un extraño esmalte que une las palabras. No hay apenas significado, sólo percutida música de las sílabas y el tic-tac del reloj del pasillo que se repite incansable en su caja de madera.
Pasa el tiempo y oscurecen los azulejos. Las letras salen del dedo, de la mano, del brazo, del seno, de los labios de mi madre. Y a mi boca llegan como una lenta succión para hacerse nombre, sola palabra.
De niños leemos con el cuerpo.
X :
Encorvado como si se buscase a sí mismo, una manera de defenderse. Apenas se podía ver el libro que tenía en las manos. A veces emitía una mínima exclamación y luego volvía a leer en el silencio del parque, del agua estancada. En un momento dejó de leer. Creo que me vio. Cerró el libro e hizo un amago de levantarse del banco e irse, pero no, permaneció allí, sentado y encorvado sobre sí mismo, en una posición de espera, con el libro cerrado en las manos, como si temiera que la luz de la tarde velara lo escrito o las palabras escapasen hacia las copas de los árboles. Me pareció que continuaba leyendo aquel libro cerrado cuando me fui.
Leemos lo que ya hemos leído.
XI :
Una mujer joven lee una carta frente a la claridad de una ventana abierta. Vermeer nos muestra la luz que atraviesa el irregular cristal emplomado y se esparce por la habitación en penumbra. La mujer está inmersa en la lectura, tiene los labios separados, como si paladeara lo que lee, como si leyendo se oyese a sí misma.
Hay demasiada separación entre sus grandes ojos y las manos que sostienen con firmeza el arrugado papel. Advertimos en ello el germinar de una pasión que aún no exige cercanía, un cierto refreno, acaso las marchitas razones de la prudencia.
En primer plano, el pintor nos enseña diversas frutas, manzanas y melocotones, en una bandeja inclinada sobre un tapiz, tal vez una simbología de la voluptuosa mordedura del pecado original. A la derecha, una cortina o telón de un verde amarillento y sostenida por una barra transversal nos permite “ver” la escena, mostrar el cuadro. Todo revela atención y sugiere una soledad impuesta, pero a la vez un deseo de abrirse al desorden del mundo: la claridad fugitiva que entra por la ventana; la fruta y el tapiz descuidados; la secreta convulsión de quien a solas lee y tal vez se oye leer.
Llueve en Dresde. A la salida del museo donde se puede ver este bellísimo óleo de Vermeer, otra mujer lee un plano de la ciudad, reduce con sus manos la rebeldía del desplegable y mueve los labios, una manera de confirmar lo leído. En el escaparate de una frutería cercana brillan unas manzanas rojas y los parabrisas de los coches van y vienen de un lado a otro. Más allá, la claridad repentina de un semáforo. Así la vida.Leemos para atravesar las calles del tiempo.
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